miércoles, 14 de abril de 2010

¡Oh jupas!

Bien se nos dice a todos los que pasamos por la escuela de Administración de Negocios: el sentido común es el menos común de los sentidos.

Sin duda, cada lector podrá contar numerosos ejemplos. Sin embargo déjenme mencionar tres que yo mismo vi con estos ojos que algún día se comerán los gusanos.

El primero se remonta a 4 años atrás –tal vez más– en el parque nacional Manuel Antonio. Nos fuimos a recorrer algunos de sus senderos. Como era de esperarse, regresamos con mucha sed. Ya estaba el sol en el cénit, así que nos dirigimos a un pequeño kiosco que estaba en la entrada para comprar refrescos y lo único que nos encontramos en el local fue un rótulo: “Cerrado de 12 a 1”.

Teníamos opciones, desde luego. Siempre las hay. Una era tomar agua de mar y otra, igual de razonable, salir del parque para comprar agua de pipa. Solo que por esta, aunque tan abundante como la salada, sí había que pagar. En aquel entonces nos estaban cobrando ¢300 por cada una. Cosa curiosa: hoy, en el 2005, un agua de pipa en San José cuesta ¢120.

¡Viva el turismo!

La segunda historia es, además, una clara muestra de que en cualquier trabajo u oficio se pueden hacer chambonadas.

No obstante, el que quiera superar esta, una pieza de colección que nos ofrece el Ministerio de Obras Públicas y Transportes va a tener que esforzarse al máximo.

Uno de sus hijos, el Consejo de Seguridad Vial, en su loable campaña en pro del cinturón de seguridad colocó uno de esos letreros amarillo ICE en La Sabana, al inicio de la carretera Próspero Fernández. Todo habría estado perfecto si no fuera porque lo pusieron paralelo apenas a un metro de distancia de una señal de información, con lo cual resulta imposible de ver, pues queda escondida.

Está pero no está.

Por amor, usen la cabeza.

El tercer y último caso, al menos por ahora, es también el más reciente. Fue el domingo 28 de agosto. Acudí al Teatro Nacional para el concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional. El café del Teatro estuvo abierto durante el intermedio. Los visitantes, muchos de ellos extranjeros, ocupaban varias mesas.

Cuando terminó la función llovía mucho y sin intenciones de parar. Aproximadamente 200 personas, entre músicos y público, tuvimos que escampar aglomerados en el Teatro por más de 20 minutos. La espera hubiera resultado más agradable con una taza de café o una copa de vino. Pero la cafetería estaba cerrada.

¿La opción? El Gran Hotel Costa Rica.

Al menos esa mañana traía su aspecto jocoso, cortesía del ‘cuidacarros’ que tal vez sin proponérselo me hizo reírme mucho, pues pretendía que yo le pagara ¢1.500 por dejar mi vehículo sobre la avenida 2, en plena calle.

¡Ah pecaito!


La Nación, 2 de setiembre de 2005

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