miércoles, 14 de abril de 2010

Peraza


Con frecuencia es grato volver la vista atrás y valorar, aunque sea tarde, lo que quizás no se supo aprovechar en su debido momento: padres, vecinos, abuelos o amores que pudieron ser y no fueron.

Hoy, dos lustros después de haber egresado del colegio al que “íbamos ufanos”, deseo rendir homenaje a aquellos profesores que realmente se esforzaron por hacer de sus alumnos personas sanas, de amplio criterio y mayor valía. Honor a quien honor merece. Y los educadores del Liceo Laboratorio lo merecen a manos llenas.

En contraste con la enciclopedia de horrores que vemos hoy en las noticias, donde los estudiantes son lamentables protagonistas, allí se nos enseñó diálogo, decencia, respeto por los demás y fe, así como a ser solidarios y optimistas.

Ya aquellos profes disfrutan de su merecida jubilación y ya nuestro Liceo no es lo que era. Sin embargo, donde quiera que estén, un sincero reconocimiento a Juan Carlos García, María Elena Jiménez, Liliana Mora, Adáis Barrantes, Julio Arroyo, Carlos Muñoz, Jorge Tigre Abellán, Herberth Serrano, Nidia, Rocío, Carmen y Juan de Dios Alvarado, más conocido como…

Pero debo detenerme en uno: don Gerardo Peraza Rodríguez, a quien, pese a su condición particular (daba Mate), siempre lo recordaremos con afecto.

Lo llamábamos Peraza, a secas. Trabajó en el Liceo desde su fundación en 1972. En él se reúnen todas las características de un excelente profesor. Nos tuvo enorme paciencia, algo vital en esa disciplina, y nos inculcó deseos de superación.

Lo recordamos en su aula, la número 9, con vista a la plaza: “Les fue mal en el examen porque vomitaron matemática”. O, una buena razón para odiarlo: “Tenían que haber empezado a estudiar ayer, ya hoy es tarde”. Pero después, con dejo paternal, nos decía: “Yo no me enojo si me preguntan, me enojo si no me preguntan. Las dudas de uno pueden ser las dudas de muchos”. Y remataba con su frase célebre: “Jóvenes, no se dejen meter diez con hueco”. Eso caló hondo en todos nosotros.

Y seguía contándonos sus ardientes deseos de que Belén sobresaliera en futbol y nosotros estudiáramos todos los días. Siento pena por él pues, mientras estuvimos ahí, no se le cumplió nada de eso.

Sin embargo, nos recibía siempre con una sonrisa, pese a nuestra apatía y una difícil situación personal por la que estaba pasando.

Pero más vale tarde que nunca. O mejor dicho, nunca es tarde cuando amanece o cuando la dicha llega. Por eso y muchas cosas más, gracias, Peraza, muchas gracias por sus valiosos consejos, pues no pasaba un solo día sin que nos retara a ser mejores y a no comer cuento.


La Nación, 4 de agosto de 2007

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